domingo, 26 de mayo de 2013

El engaño, el amor y la verdad.































En mi molesta opinión, nos 
engañan. Todo el mundo y en toda situación.
Nos engañan los políticos, los bancos, la publicidad, los jefes, los subordinados, las azafatas en los aviones haciéndonos creer que por su sonrisa está justificado el abusivo precio que pagamos por una miserable lata de cerveza, nos engaña la pareja y hasta nuestros propios sentidos nos engañan también.

Nos engañan.

Desde que nacemos, nos engañan, haciéndonos creer que la vida va a ser pasarse el día eructando y mamando de la teta, rodeados de gente que no para de hacernos fiestas y cu­camonas.

Nos engañan cuando dicen Qué niño más mono, cuando es un hecho probado que los bebés se parecen todos a Jordi Pujol.

Nos engañan en nuestros primeros pasos cuando te dicen Niño, caca, y es obvio que lo que tú estás cogiendo del suelo no es caca, sino un exquisito chicle usado.

Nos dicen que los niños vienen de París y las mujeres de la costilla de un hombre que era de barro, pero cobró vida. Vamos, como Pinocho si Gepetto fuese alfarero.

Y nos lo tragamos. Por tragarnos, nos tragamos que Dios abrió el mar Rojo para que los judíos pudieran huir de Egipto. ¿Tú sabes lo que es eso ? Y en caso de que fuera cierto, ¿te imaginas el desastre ecológico? ¿Habría hecho Dios un estudio del impacto medioambiental? Imagínate el tsunami que provocaría en Arabia Saudí, en el Yemen o en Eritrea.

Nos engañan en el cole con la Historia que, dependiendo de en qué colegio estudies y en qué comunidad, los españoles somos unos tíos cojonudos que culturizamos y dimos progreso a pobrecitos indios, o somos unos hijos de puta que nos cargamos cualquier vestigio de civilización que no fuese la nuestra, si la nuestra se pudiese tomar por tal.

Nos engañan, haciéndonos creer que la educación que nos están dando sirve para algo.

Nos enseñan que dos y dos son cuatro, lo aprendes a base de dolorosos palmetazos, pescozones y tirones de oreja para que, cuando seas mayor, la vida te enseñe a garrotazos que dos y dos no siempre son cuatro.

Nos engañan al decirnos Sé bueno, en esta vida hay que ser bueno, cuando lo primero que aprendes de la vida es que hay que ser un poco más malo, porque, si no, no sólo no te comerás nada, se te van a comer los demás.

Esos consejos, cuando eres mayor, te los dan los que de pequeño te decían que tenías que ser bueno. A mi padre le he oído decir, con motivo de que unos amigos míos estrellaran el coche que yo les había prestado, Tú, hijo mío, de bueno que eres, eres tonto.

Nos engañan, pues no nos dicen que te vas a meter por el culo todos los títulos y conocimientos que has adquirido mientras soportabas la disciplina familiar, porque en esta so­ciedad, de momento, no hay sitio para ti, ni piso, ni derecho a paro. Así que a seguir viviendo con los viejos.

Nos engañan en nuestro primer curro. Y en el segundo.

Y en los que vengan.

Y así te irán engañando hasta que te retires con una pensión que es una estafa del Estado, que hace sus impresos con papel reciclado. Sí, reciclado de pellejo de contribuyente.



Nosotros, por nuestra parte, también engañamos. Constantemente. Desde que nacemos.




Engañamos con llantinas inoportunas y estremecedoras, que encogen el corazón de nuestros progenitores, quienes, solícitos, acuden en nuestro auxilio sumidos en un profundo desasosiego; y todo por nada, porque nos apetecía que nos hicieran caso.

Engañamos siempre, cuando nos preguntaba mamá desde la cocina Qué estás haciendo, y tú respondías Nada, mientras intentabas esconder, en algún lugar impensable, los restos del jarrón chino que había traído la tía Enriqueta de Japón y que ahora yacía a tus pies, hecho añicos, tras un espectacular remate en plancha de Santillana, colocadísimo a la escuadra izquierda del aparador del salón, donde, para desgracia de ambos, del jarrón y tuya, el souvenir chino que venía de Japón tenía abono desde hacía varias temporadas.

Y cuando nos escondíamos a fumar un cigarro, o echábamos la culpa al profe que nos tenía manía para justificar suspensos, mayormente merecidísimos.

De mayores, engañamos a nuestros hijos de forma bastante parecida a como lo hicieron nuestros padres. Engañamos a nuestros jefes, siempre que podemos. Y a la Guardia Civil en la carretera. Y al Estado si tienes un buen asesor fiscal. Que hagan impresos con el pellejo de otro, no te jode.

Todos los juegos, con los que nos distraernos, tienen su base en el engaño. Todos.

Los de cartas: el mus, el truco, el póquer, el tute, las siete y media... hasta en la escoba has de engañar al contrario. Los deportes de competición son todos de engañar: el fútbol, con sus regates, sus desmarques y sus piscinazos en el área. El baloncesto, con sus fintas, sus aclarados y sus asistencias mirando para otro lado. El balonmano, el voley el tenis, el ajedrez. Incluso el ciclismo y el atletismo, ¿o no se trata en estos deportes de engañar al control antidoping?

Todas nuestras vías de esparcimiento giran en torno al engaño.

El cine: entras en una sala a que te cuenten películas. Que si te las contase alguien fuera de la sala, le dirías No me vengas con películas. Con el teatro sucede lo mismo. Y con los conciertos.

Todo el que sube a un escenario va a contarte una historia que no es cierta, que puede tener alguna conexión con la realidad, pero que es mentira. Romeo y Julieta, todos los días, después de muertos, se levantan, se van a cenar y tomar unas copas, probablemente cada uno por su lado, pues no sería extraño que, fuera del escenario, apenas se soportasen.

El que sale a cantar que La única mujer que he amado eres tú, por poner un ejemplo, que ha enamorado a cincuenta mil parejas con su canción y ha vendido cien mil copias de su pública proclamación de amor, está separado treinta veces y no sería de extrañar que cualquier día de estos, además de salir a cantar, saliera del armario.

Pero el peor de los engaños es el que sufrimos y el que infligimos a la vez. El engaño a nosotros mismos. Que también lo hacemos desde pequeños, cuando creemos que llorando mucho te vas a librar de una paliza.

Cuando creemos que, debajo del sofá, los restos del misterioso jarrón chino japonés se transmutarán a la cuarta dimensión para no ser nunca encontrados y una nube de gas desmemorizante inundará la casa para que nadie repare en que algo falta en la escuadra izquierda del aparador. Estamos tan hechos al engaño, forma parte tanto de nuestra misma esencia, que hacemos trampas hasta cuando jugamos solos. Tiras el papel al cubo y dices Si acierto, apruebo el examen, o me sale tal curro, o ella me quiere... Si fallas, te dices, Bueno, ésta no valía.




      Y de repente, un día, conoces a alguien que te gusta, que te acepta de entrada como eres, alguien con quien tienes cua­tro risas y cinco orgasmos. Alguien que, hasta entonces, no conocías de nada, de cuya existencia nunca habías tenido no­ticia y de la que ignorabas absolutamente que tuviese tu vida en sus manos. Hasta que la conociste no sabías que no podías vivir sin ella. No sabías que las películas que has visto te ha­brían gustado más si las hubieses visto con ella, y que, ade­más, hubieses visto en versión original. Cuántas puestas de sol que has dejado pasar de largo sólo porque no estaba ella a tu lado para retocártelas con el fotoshop de su compañía. Como pudiste estar en París y en Estambul sin ella, qué feas y vul­gares te parecieron.

Te preguntas cómo has podido llegar hasta hoy sin su mano en la tuya, sin sus besos y sus miradas y sus caricias y sus silencios y sus sonrisas y sus ronquiditos y sus pequeños enfaditos que te pones preciosa cuando te enfurruñas de esa manera y sus adorables manías que me la como cada vez que me coloca el pelo cuando salimos a la calle.

Entonces te dices La quiero, una frase que no significa nada, pero que desencadena un alud de transformaciones en tus hábitos y emociones que harán que dejes de ser, inevita­blemente, el que eras hasta ese momento para ser otro. Ni mejor, ni peor. Simplemente, pasarás de pensar en tus cosas para pensar sólo en ella.

Y, durante un tiempo, pondrás todo tu empeño, tu tiem­po y tu anhelo en proteger, cultivar ese tesoro tan buscado, tan preciado y tan escaso al que llamamos Amor de Verdad.

      Pero la verdad no suele ser más que una mentira que aún no ha sido descubierta, decían en una película de Peckinpah. Por eso, al fracaso del amor le llamamos desengaño.

Pero no me hagáis mucho caso.

Esta no es más que mi molesta opinión.





"Etílogo" de El solateras. Nancho Novo








* Óleos de Jane Mary Ansell





Nada sabemos


Nunca sabremos si los engañados

son los sentidos o los sentimientos,

si viaja el tren o viajan nuestras ganas,

si las ciudades cambian de lugar

o si todas las casas son la misma.

Nunca sabremos si quién nos espera

es quién  debe esperarnos, ni tampoco

a quién tenemos que aguardar en medio

de un frío andén. Nada sabemos.



Avanzamos a tientas y dudamos

si esto que se parece a la alegría

es la señal definitiva

de que hemos vuelto a equivocarnos.



Amalia Bautista.







Reciclo esta entrada, de hace más de tres años, para dedicársela a la Gata.




martes, 21 de mayo de 2013

Que sea dulce




Entonces, que sea dulce. Repito todas las mañanas, al abrir las ventanas para dejar entrar el sol o la ceniza de los días, así, que sea dulce. Cuando hace sol, y ese sol bate en mi cara deformada por el sueño y el insomnio, contemplando las partículas de polvo suspendidas en el aire, hecho un pequeño universo; repito siete veces para que me dé suerte: que sea dulce que sea dulce que sea dulce y de ahí en adelante. Pero, si alguien me preguntase qué deberá ser dulce, tal vez no sepa responder. Todo es tan vago como si fuese nada.

Caio Fernando Abreu




sábado, 11 de mayo de 2013

Soledad



Tú corres a mi lado en la dirección contraria. 
¿Cuál de nosotros llegará antes a la soledad?


José Miguel Silva



sábado, 4 de mayo de 2013

Quiero un puto pez.





Dale a un hombre un pez y comerá un día; 
enséñale a pescar y destruirá todos los ecosistemas marinos. 

Solo dale el puto pez.




Antonio (1001- días)